El padre Callahan observó con curiosidad al profesor. Tenía aspecto fatigado, pero no tan fatigado ni tan horrorizado como la mayoría de pacientes que él había visitado en circunstancias similares. Callahan había visto que, en general, la primera reacción ante la noticia de un cáncer, un derrame, un infarto o cualquier fallo en un órgano importante era sentirse traicionado. Al principió, el paciente se quedaba atónito al descubrir que un amigo tan cercano (y, por lo menos hasta entonces, tan bien conocido) como el propio cuerpo pudiera ser tan desconsiderado como para hacer mal su trabajo. La reacción que seguía a esa primera era pensar que no valía la pena tener un amigo capaz de abandonarle a uno tan cruelmente. La conclusión que seguía a esas reacciones era que no importaba que valiera o no la pena tener ese amigo. Uno no podía negarse a hablar con su cuerpo traidor, ni podía llevarle a juicio ni fingir que no estaba en casa cuando le pedía algo. La idea en que culminaba esta forma de razonamiento característica era la aborrecible posibilidad de que uno no tuviera en el cuerpo un amigo, sino un enemigo implacable, dedicado a destruir la fuerza superior que venía usando y abusando de él desde el momento en que se declaró el mal.
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